De mortales a dioses, y de dioses a juguetes de los dioses

Columnas y Artículos

“No te empeñes en ser Dios: para el mortal, sueños de mortal”. La sentencia es de Píndaro, el más lírico de los líricos de la antigua Grecia, el cantor en epinicios de los atletas victoriosos de las Olimpiadas, reflejo de la máxima délfica “Conócete a ti mismo”, que conlleva la implícita advertencia que, si algo no toleran los dioses, es la arrogancia o hibris, dejarse llevar por la pasión irracional y los impulsos. El mito de la contienda musical entre el sátiro Marsias y el dios de la música Apolo da plena fe de esto. Marsias con su aulós o flauta doble y Apolo con su lira compitieron ante las Musas, diosas de las artes y la inspiración. El sátiro auleta había alcanzado tan elevado grado de virtuosismo que osó sostener que su arte superaba al de la propia divinidad. Triunfó Apolo, aunque a costa de oscuras triquiñuelas. El musageta, en un acto de venganza y enfado, condenó a Marsias a ser desollado vivo. Ese brutal destino fue inspiración para el célebre pintor del cinquecento europeo, Tiziano Vecellio, de su obra “Castigo de Marsias”, el óleo más crudo y atroz de la historia del arte, considerado por la filósofa y novelista irlandesa Iris Murdoch como el más importante del canon artístico occidental. El filósofo alemán Friedrich Nietzsche utilizó la escena mitológica como idea central para su obra “El nacimiento de la tragedia”. Para el erudito húngaro Karl Kerenyi el despellejamiento de Marsias debe interpretarse como el desvelamiento del hombre que hay debajo de la piel lanuda del sátiro. Diodoro de Sicilia, en el Libro III de su Biblioteca histórica, vindica a un sátiro de pertinente hablar que desafía al poder omnímodo y cuyo sacrificio no es infecundo: sus lágrimas dan origen a un río y su “parresía”, hablar con honestidad y libremente, descompone a un dios que termina destruyendo su lira.

“Eran gente que vino al mundo para no descansar ni dar tregua a los demás” dirá de los griegos el historiador Tucídides, en años en que en la historia hacía su estreno la democracia. Creían los griegos que, sólo agotando todo recurso hasta el límite, el hombre podía descubrir su propia humanidad. Respetaban a los dioses, pero su mayor atención siempre estuvo dirigida hacia el hombre. Eso explica su anhelo de excelencia. En la tragedia encontraron el género teatral más parecido a la verdad. Que el mundo es un teatro en el cual los seres humanos somos simples marionetas, el “Theatrum mundi”, es un tópico literario que se encuentra también entre los romanos con Petronio y “El Satiricón”; en los persas con Omar Khayyam y su “Alegoría del ajedrez”: somos piezas de un tablero y también el jugador que las mueve es una pieza; en las doctrinas religiosas que sostienen que el mundo es un teatro y Dios, su único espectador; en Inglaterra con el teatro de la compañía de Shakespeare y en el teatro barroco español con Pedro Calderón de la Barca. El madrileño en “La vida es sueño” contrapone realidad versus ficción y plantea preguntas sobre la verdadera naturaleza de ésta. Ya Platón, en su vastamente conocida “Alegoría de la caverna” había sembrado dudas acerca de si los humanos podemos aprehender la realidad. El matemático francés Henri Poincaré tiene su propia versión del mito: un universo esférico de tan sólo dos metros de diámetro regido por leyes termodinámicas y geometría completamente diferentes a las nuestras. Una nave espacial enviada desde su centro nunca alcanzaría la superficie porque, además de ralentizar su velocidad, tanto ella como sus instrumentos de medición se contraerían en virtud de sus propias leyes. Sus habitantes concluirían que habitan un universo infinito. A comienzos del Siglo XX el cántico de la cuántica, con una imagen del mundo plagada de rarezas, devino rápidamente en un potente canto filosófico que dividió a los físicos teóricos mismos en “materialistas”, que se niegan a aceptar que “Dios juega a los dados”, e “idealistas”, encaminados hacia el orientalismo y la parapsicología. El determinismo propio de la mecánica clásica fue reemplazado por probabilidades, y no tienen paralelismo en el mundo clásico el principio de incertidumbre, la naturaleza dual onda-partícula, el “problema de la medida” ilustrado por “el gato de Schrödinger”, un gato encerrado en una caja que está vivo y muerto a la vez mientras la caja no se abra, y el llamado “entrelazamiento cuántico”. La cuántica, una de las mayores proezas del intelecto humano, con todo su aparataje matemático, ha puesto su rúbrica a pie de página a la metáfora maravillosa del discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, Platón. La realidad no es aprehensible por el ser humano. O difícilmente lo será.

“¿El fin del mundo será por biología sintética, IA o escasez de energía o guerra?”. Es la apocalíptica interrogante de Sam Altman, cofundador de OpenAI, millonario creador de ChatGPT y gurú de las denominadas “startups”. Para Altman hay que recuperar el sentido colectivo de optimismo sobre el futuro creando abundancia con la tecnología y, de paso, salvaguardando la democracia. En tal caso, si hay salida, al menos durante los próximos 500 millones de años los seres humanos poblarán la tierra y de la mano de la ciencia y de la tecnología, mejorados artificialmente, alterando su material genético y a costa de implantes de chips y de dispositivos tecnológicos, se arrojarán, cuales dioses, temerariamente a la conquista de las estrellas. Aquellos griegos de hace 2.500 años que siempre trataron de captar la esencia de lo que es el hombre y los ideales que éste debe esforzarse por alcanzar, entonces, en su inspiración, habrán sido del todo olvidados.

“Al pueblo japonés, al que amo, le deseo, no éxito, sino remordimiento”. Son las palabras del poeta y sabio hindú Rabindranath Tagore dirigidas, en 1935, al poeta japonés Yone Noguchi, su amigo, en respuesta a su petición de apoyo en la guerra de Japón en China. “Tu concepto de Asia acabará erigiéndose sobre una torre de cráneos”, le advirtió además Tagore. Diez años después, en agosto de 1945, el pueblo japonés, obedeciendo el Bushido, el riguroso código de los samuráis, en los días previos a su martirio, se preparaba para inmolarse por el Emperador Hirohito, al que consideraban un dios viviente. Mas Hirohito, consciente de que no era tal, ni siquiera lejanamente, y consciente de su responsabilidad en la conducción de la guerra, buscaba desesperadamente una rendición honrosa para su nación y una salida para él. MacArthur y sus ayudantes harían caer toda la responsabilidad en otros líderes políticos y militares. El historiador estadounidense John W. Dower diría: “Hirohito fue convertido en una figura casi angelical sin responsabilidad moral alguna por la guerra”. De la otra cara de la moneda, los ideales que Occidente adoptó como propios, extraídos del riguroso código de los héroes de Homero, en Hiroshima y Nagasaki, terminaron de desvanecerse. Sólo unos pocos, a partir de ese momento, sobrellevaron la vida aferrados a acontecimientos de corte casi espiritual, como la débil esperanza que Heisenberg y su equipo retrasaron a propósito el desarrollo de la bomba para que la Alemania de Adolf Hitler no dispusiera de ella antes que los aliados o bien, intentando creer que el brillante físico italiano del Grupo de Roma, Ettore Majorana, en 1938, al advertir que la “humanidad marchaba por un mal camino”, voluntariamente optó por desaparecer. Rotas estaban la lanza de Aquiles y la espada del samurái.

“Todo lo que experimentamos hoy puede formar parte de una sofisticada simulación creada por una civilización superior”. La sentencia esta vez es de Nick Bostrom, filósofo sueco, quien explica que su argumento de la simulación será evidente el día que nosotros mismos logremos crear simulaciones con seres conscientes dentro de ellas. No importa cuánto tiempo tomará llegar a ese punto. Ocurrirá cuando tengamos súper inteligencia. Habrá sido un largo viaje para un descreído final. ¡Seríamos simples pixeles!. El mito de Apolo desollando a Marsias en la interpretación de Kerenyi cobraría realidad. En la reflexión, los versos del poema Ajedrez de Borges “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?” y las palabras de Hamlet, Príncipe de Dinamarca a su amigo Horacio, del teatro del Globo de Shakespeare (“el mundo entero es un escenario”): ¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado toda tu filosofía!”.

Darwin Vega (Ing. Civil/UCh)

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