Esta semana, una joven hizo posible su sueño de ingresar a la Universidad. Su madre, orgullosa y emocionada, la acompañaba en todo momento, mientras ella escuchaba atenta el cúmulo de información que muchos monitores y profesores querían entregarle. Ella, consumida por la felicidad, sólo atinaba a responder que sí, mirando extasiada este nuevo mundo, su nuevo mundo, que la acogería por lo menos durante los próximos cinco años.
Además de su madre, varias otras personas la acompañaron, todas igualmente orgullosas y emocionadas. Con sentimientos encontrados de tristeza y felicidad, asumían el término de una odisea y el comienzo de otra. La acompañaban con el celo natural de estar entregando los destinos de una joven a otra institución, queriendo convencerse que la acogerían y acompañarían como ellos lo habían estado haciendo durante todo este tiempo.
Lo que le relato no es sino un sueño común a los miles de jóvenes que ingresan año a año a la Educación Superior. Y es así como toda Universidad presume y asume acometer esta noble responsabilidad, quizá la más noble de todas. Son años bastante peculiares para muchos y muchas jóvenes, ya que corresponden al término del ciclo escolar, y el tránsito hacia una nueva etapa, con mucha mayor autonomía y responsabilidad, con otras reglas, otros códigos, otras relaciones interpersonales, en una especie de micro-sociedad en que, con cierto grado de resguardo y otro tipo de apoyos, le permitirán iniciar su camino hacia la vida profesional.
Martina, nuestra ahora estudiante Martina, llegó a nosotros porque es donde quería estar, era su sueño estudiar aquí, y llegó por sus propios méritos. Ella egresó del Aula Hospitalaria de Santa Cruz, donde se atienden escolarmente a niñas y niños hospitalizados, al mismo tiempo que se ayuda a prevenir y evitar la posible marginación que pueden sufrir por causa de una enfermedad. Con los medios y apoyos que contaban, un grupo de profesionales del aula hospitalaria, que también acompañaron Martina a matricularse, atendieron no sólo la formación y preparación escolar de su ahora exalumna, sino también sus necesidades afectivas y sociales. Un trabajo dedicado y cariñoso, condicionado en sus avances al estado de salud y tratamiento médico de Martina.
Y seguramente, cuando ya resolvió qué estudiar, quizá, pienso, habrá leído en alguna parte que declarábamos ser, entre muchas otras cosas, una Universidad inclusiva. Y quizá, y sólo quizá, aquella palabra resultó ser lo suficientemente poderosa para generar convicción y entregar el tesón necesario para enfrentar todo el proceso de postulación a la Universidad.
Estas historias nos demuestran dos aspectos importantes. Primero, el recordarnos que en cada Universidad existen notables historias de vida, muchas veces desconocidas, de los y las estudiantes, sus familias, y de personas que siempre estuvieron apoyándolos en todo, y que, llegado el momento, confiaron en que, al igual que ellos, existiría igualmente un equipo de personas con la misma motivación y compromiso que ellos/as tuvieron o tienen, al interior de la Universidad para acompañar a esa persona por la que dedicaron su vida.
Y, por otro lado, recordarnos la enorme responsabilidad de las instituciones de Educación Superior en su ámbito declarativo. Es sabido que, por temas de acreditación, certificación, promoción u otros, deben atender a una serie de lineamientos propios de su planificación estratégica y políticas institucionales que las obligan a estar permanentemente declarando propósitos, énfasis y compromisos, los cuales muchas veces se diluyen entre la normalidad de los y las estudiantes que reciben. Pero casos como el de Martina nos hacen recordar que, para alguien, en alguna parte, estas declaraciones pueden constituir una señal que los anime a tomar una decisión relevante para su vida, confiando en la palabra empeñada, y para los cuales ese compromiso debe ser irrenunciable. Hay una cita que se le atribuye a la fallecida Dolores Ibárruri, que lo ejemplifica de manera notable: “Un día, me falló quien menos imaginaba, y entendí que las palabras hay que cumplirlas y de los actos hay que hacerse cargo…”.
La inclusión, la integridad académica, el enfoque de género, la atención a la diversidad, el desarrollo integral, son elementos que no basta con que figuren en la malla. Estos compromisos no son personales, son institucionales, todos quienes conformamos la universidad, cualquiera sea el rol que tengamos, somos responsables. Si Martina forma parte de la comunidad universitaria, entonces todos somos Martina.
Al despedirme de Martina, le advertí lo mismo que le digo a cada estudiante matriculado que tengo ocasión de saludar: ustedes son embajadores y embajadoras de nuestra Universidad. Lo que ustedes hagan para los otros, y lo que nosotros hagamos por y para ustedes, será la verdadera evidencia de cuánto realmente nos esforzamos por mejorar la calidad de la educación y avanzar hacia sociedades más justas, equitativas y cohesionadas./
Carlos Pérez Wilson
Vicerrector Académico
Universidad de O’Higgins